lunes, 27 de febrero de 2012

El gran héroe americano

Supongo que a todos nos pasa, a todos aquellos que somos gente, digamos, ordinaria. Nos pasa, digo, que de chicos soñamos con ser súper héroes. Yo tenía cinco años, como mucho seis, cuando vi por televisión al “Gran Héroe Americano”. Así se llamaba la serie: “El gran héroe americano”, o simplemente El Gran Héroe. Se trataba, la serie, de un muchacho común y corriente, profesor de alumnos con problemas de conducta. Una asignatura, como mínimo, odiosa. Un profe que usaba aquellos trajes amarronados con parches en los codos, muy cara de nabo además, que una noche cualquiera, no tiene mejor ocurrencia que llevar a sus alumnos —en un gesto muy ingenuo, muy bien pensante, progre y comedido (todo lo progre que puede ser un yanqui en los años de Reagan)—, no tiene mejor ocurrencia, decía, que llevar a sus alumnos a una excursión al desierto, porque el pobre cree que así les está brindando a sus alumnos otras opciones, otras posibilidades. 

Pero allí, en el desierto, el profe se topará, como nos ha ocurrido a todos alguna vez, con un platillo volador. La diferencia con nosotros, está en que los extraterrestres que ocupaban aquel platillo le darán al profe un traje, un auténtico traje de súper héroe con poderes especiales y con la misión simplísima de solucionar los problemas del mundo. Era un traje de color rojo, con capa negra y con un símbolo muy raro en el pecho, un símbolo medio religioso parecía. Y traía, también el traje, un manual de instrucciones. Manual que nuestro gran héroe no tardaría en perder y que desembocaría en la razón de ser, en el chiste, de la serie. Porque sin ese manual nuestro héroe se convertía lisa y llanamente en un gran antihéroe. Y como todos sabemos, los antihéroes son los mejores héroes. Ahí estaba entonces El Gran Antihéroe Americano, con un traje plagado de poderes que no sabía manejar. Era mi ídolo. Yo me ponía una polera roja, un cancan rojo de mi hermana y le agregaba la pollera de gimnasia, también de mi hermana, que me prendía al cuello a modo de capa. A los cinco años, además, yo tenía rulos, igual que El Gran Héroe Americano, que era rubio. Yo me sentía la expresión argentina de aquel heroísmo. Vestido así pasé jornadas gloriosas, con el único y feliz acto heroico de soportar el ridículo con la frente en alto. Pero cuando uno es niño la cosa es distinta. Cuando uno es niño, el ridículo es casi un mandato. El problema nos viene de grandes: nos ponemos más estúpidos, más prejuiciosos, y no nos permitimos ver la grandeza de un hombre envuelto en un traje de súper héroe. Nos creemos vivos. Nos burlamos. Perdemos la fe.

Leonardo Oyola, podemos comprobarlo con leer un par de sus novelas, es un hombre de mucha fe. Un hombre dispuesto a ponerse el traje y salir a luchar por la justicia. Pocos hombres, y muchos menos escritores, son capaces de semejante proeza.

Kryptonita, la novela que hoy presentamos, nace, para mí, de dos ideas, dos disparadores grandiosos: por un lado, la figura del nochero: una especie de médico de segunda, marginal, condenado a cubrir —en un hospital sucio y gris del conurbano bonaerense— las horas de guardia de otros médicos más afortunados y más garcas que él —podríamos preguntarnos, de paso, si este médico, el nochero, no sería igual de garca de poder revertir los papeles; seguro que sí, pero por eso mismo resulta un personaje notable. En todo caso, no debería importarnos. Un médico además, nuestro nochero amigo, que para resistir la tremenda carga horaria que supone cubrir a otros médicos, no tiene más remedio que empastarse hasta las orejas, de drogarse como chivo quiero decir.

Y por otra parte, junto con la del nochero, está la figura, el personaje que nos ha traído hasta aquí: que es ni más ni menos que el mismísimo Superman. Supongo que todos saben quién es Superman. Bueno, lo que hace Oyola con Superman, me vengo a enterar, constituye algo así como un recurso literario, o narrativo, llamado “Elseworlds” (que para los ignorantes de aquí, o para quienes mi pronunciación del idioma inglés resulta poco satisfactoria, significa “otros mundos”), un recurso que podría resumirse ramplonamente con este planteo: ¿qué hubiera pasado si en vez de esto, ocurría esto otro? Qué hace Oyola. Pues bien, hace lo siguiente: nos dice, miren qué hubiera pasado si en vez de caer en Smalville, Kansas, corazón del Imperio norteamericano, Superman hubiese caído en el corazón del conurbano bonaerense. Podría haber tenido dos opciones, digo yo: formar parte del plantel de asesinos y torturadores de la Policía de la Provincia, bajo las órdenes del ministro, ponele, Casal… o… convertirse en Pinino, alias Nafta Súper, líder de la banda delictiva más disparatada, poderosa, leal y tierna que haya dado la literatura argentina: una liga de la justicia integrada por Lady Dy (una versión travesti, más bella y más erótica de la Mujer Maravilla), Ráfaga (quién otro sino el colorado Flash), Faisán (Linterna Verde) y El señor de la Noche (el siempre enigmático Batman), los auténticos Superamigos. También están Juan Raro y la Cuñataí Güirá, pero mis escasos conocimientos del cómic no me alcanzan para saber quiénes fueron en otra vida, en otra geografía.


Lo cierto es que nuestro pobre nochero, que asume la voz narradora en esta novela breve e inabarcable —y hay que atender a esto de “inabarcable”—, se verá de pronto, justo cuando sus horas de guardia acariciaban su final, se verá, decía, envuelto en la misión más alucinada que médico alguno podría esperar: mantener con vida al hombre de acero, al gran Pinino. Herido a traición por el Pelado, herido con el verde vidrio del envase de una Heineken (nuestra kryptonita) clavado en su costado, nuestro héroe será llevado por el grupo de superamigos hasta el hospital donde, como bien dije, encontrarán como posible único salvador, al nochero. Lo que ocurra en ese hospital durante esa madrugada desaforada repleta de los mejores antihéroes —como era mi querido Gran Héroe Americano—, con guiños, tics, gestos que van de Carozo y Narizota a los lentos ochentosos, será una hermosa mescolanza ultra pop. Narración pura y libertaria.

Pero de todo aquello que podemos hablar hasta el cansancio sobre Kryptonita, lo que a mí más me ha conmovido, es, si se quiere, el carozo de la cuestión —que no Carozo y Narizota: como todos sabemos, el único elemento capaz de hacer mella en Superman es, precisamente, la kryptonita, los pedazos del planeta Kryptón que han caído a la Tierra junto con el héroe máximo. Es decir, son pedazos de su hogar, de su casa, lo único que puede destruirlo. Irse de casa como única salida, como única manera de sobrevivir. Al querido Pinino, al entrañable Nafta Súper, no le quedará más remedio que abandonar el barrio, la esquina, para poder, al fin, volar.

Hace unos días, el inefable y malquerido Salvador Bilardo, dijo en una entrevista que Messi, Lionel Messi, no es otro que Superman. No está para nada errado Bilardo, aunque es de suponer que lo usó en otro sentido. Cuentan que Messi, para poder ser Messi, para poder ser el Superman que vemos cada semana haciendo estragos en el fútbol español, no tuvo más remedio que irse del país, de la Argentina —de su hogar, podría decir si quisiera ponerme solemne; pero no quiero—, porque aquí —en plena crisis de 2001/2002— no había quien pudiera bancarle el tratamiento médico que le ayudaría a robustecer su cuerpo. Esa necesaria partida, como no podía ser de otra manera, se ha constituido en un arma de doble filo. En ningún lado Messi es tan vulnerable como en su propia casa. En ningún lado se maltrata tanto a Superman como en Argentina. Ahí están, Messi, embolado en el Monumental, y en el otro extremo Pinino, agonizando en un hospital mugriento del Conurbano. Por suerte, aunque a nuestros héroes les cueste tanto quedarse en casa, nos queda a nosotros el consuelo de Oyola y de la narrativa fiestera y arrolladora de Kryptonita, para calzarnos el traje una vez más, sin manual de instrucciones, y salir a volar como sólo es capaz de hacerlo un nochero drogado.


Leído generosamente -y con mucho histrionismo- por el súper-amigo Mariano Quirós en la presentación de la novela en la 12da. Feria del Libro de Chaco.