domingo, 14 de diciembre de 2008

La noche boca arriba

Por María Eugenia Villalonga

Una leyenda urbana bastante verosímil –la derivación de la palabra atorrante del nombre del fabricante de los caños de desagüe de la red cloacal de Buenos Airees, A. Torrent, donde pernoctaban los sin techo a comienzos del siglo pasado- es el disparador de esta novela inquietante que se mete con el género de terror y sale bien parada.

El protagonista, un ciruja que duerme en los túneles del subte D en construcción, una helada noche del 39, ve morir a su amigo a manos de una presencia indefinible. Mucho más explícita es la presencia de uno de los jerarcas de la empresa constructora de subtes, acompañado de dos guardaespaldas, dispuestos a impedir que salgan a la luz los crímenes secretos de los distinguidos dueños de la empresa y del país, Ortiz Basualdo, Villamil y Leloir.

Diablos que se materializan en carneros que se incorporan sobre sus patas traseras, en voluptuosas mujeres depredadoras, en esquizofrénicos personajes que hablan como poseídos, en fuerzas monstruosas que despedazan a su oponente, hacen dialogar al relato con distintos clásicos del género, en particular con “Los crímenes de la calle Morgue”.

Pero junto con lo sobrenatural conviven otras causas que amenazan al grupo de atorrantes formado por el protagonista, un ingeniero defensor de los derechos de sus obreros, un cura villero armado hasta los dientes y un chino piromaníaco y que tienen más que ver con condiciones materiales que con peligros inmateriales: la larga noche que significó la década infame y su espejo europeo, el nazismo en ascenso, y que posibilitó lo que algún desvariado personaje dice acerca de la construcción de túneles: “¡Liberaron del infierno al mismísimo diablo!”, abriéndoles las puertas a la impunidad de los poderosos.

Más de un fantasma recorría el mundo por aquellos años. Si en este relato, “la lucha entre el bien y el mal” en palabras del cura, se historiza en la lucha de clases y se condensa en las figuras del desaliñado ingeniero sindicalista y el atildado funcionario de la empresa, la clase obrera organizada, con su sombra amenazante, la huelga, deviene en el apelativo que el protagonista le pone al ingeniero, “el de moño desatado”.

“La noche me respiró en la cara” alcanza a decir el piruja amigo antes de morir y se refiere a la presencia fantasmagórica que lo aniquila. O quizás no sea otra cosa que el desamparo.


Publicado en el suplemento de cultura del diario Perfil.